La
corrupción azota nuestras sociedades. No es un fenómeno pasajero sino
que está bien asentado dentro de nuestras estructuras políticas y
económicas. No es un mal que exista solo en determinados países –aunque
predomine más en unos que en otros– teniendo que hablar lamentablemente
de algo generalizado. Algunos afirman que el ser humano es corrupto por
naturaleza, otros en cambio advierten que se trata de un fenómeno
derivado de una deficiente educación, pero lo cierto es que es esta una
lacra que nos acompaña y que golpea la esencia misma del que debería ser
uno de nuestros valores supremos: la justicia social.
¿Por
qué se ha llegado a esta deteriorada situación en la política y en la
economía? ¿Por qué la corrupción es algo sistémico? ¿Es la corrupción
algo exclusivo de la política o más bien la corrupción política es el
reflejo de la corrupción en potencia que se halla en la sociedad y que
en ella se manifiesta por pura posibilidad? ¿Cuáles son las razones
profundas para que la corrupción sea la norma? Creemos que varias son
las causas de esta situación pero en este texto solo nos referiremos a
una que pensamos que es básica, fundamental, algo que Aristóteles
siempre tuvo presente en sus reflexiones sobre la mejor forma de
gobierno, algo que en la actualidad no existe ni en lo práctico pero que
ha desaparecido incluso del nivel teórico: nos estamos refiriendo al
concepto de bien común.
El
bien común –básico para Aristóteles– ha desaparecido y no queda rastro
de él. No estamos descubriendo nada nuevo si decimos que el sistema en
el que nos encontramos es individualista y que en este sistema, además,
uno debe ser enormemente competitivo si quiere establecerse en una
posición cómoda, una posición que le asegure unos buenos beneficios
económicos o simplemente sobrevivir. Este juego de las sillas incrementa
la individualidad e incluso provoca que muchos sujetos utilicen a otros
en su propio beneficio llegándose incluso a la mentira, a la traición o
a cualquier herramienta que facilite el ascenso social. La consigna
termina siendo un “sálvese quien pueda” en el que todo vale y en el que
el bien común es algo que solo existe semánticamente pero ni tan solo
está ya en un rinconcito de nuestra mente.
El
bien común se halla ausente y esta es una de las causas profundas de
por qué la corrupción es generalizada en política –y en cualquier
ámbito–: nadie piensa, reflexiona, tiene presente ni tan siquiera
concibe algo que signifique “el bien común”, y esto supone que no se
tenga el menor problema en robar lo de todos: ¿a quién se está robando
si no existe un bien que es de todos? A nadie, responderán las
conciencias –o lo que quede de ellas–, quedando así diluida la
responsabilidad o carga moral en un abstracto por no existir nada en la
mente del corrupto que tenga que ver con nada compartido, con nada
común.
El sistema
económico capitalista fomenta el individualismo como base de
crecimiento. Subyace de esta filosofía que la base del sistema es la
búsqueda del bien particular y que esta búsqueda provocará que la
sociedad en general se beneficie también al crease riqueza, pero no se
ocupa el sistema –ni tan solo preocupa– por contrarrestar esta tendencia
de buscar absolutamente el bien particular con búsquedas del bien
compartido. Reconocemos que no hemos hecho una encuesta para llegar a
esta conclusión, a la conclusión de la inexistencia de una concepción
social de un bien común; tampoco hemos hurgado en las mentes de los
ciudadanos para saber si en ellas existe, como hemos señalado, al menos
en un pequeño lugar algo que se le pueda parecer. Pero es tarea
necesaria intentar “adentrarse y navegar” en la mente colectiva y ver
cuáles pueden ser las causas de la desbocada corrupción política y
empresarial, y en este caso, al no hallar en ella nada parecido al
concepto de bien común, estamos seguros de que si no de forma total pero
sí de forma muy importante, su inexistencia es la causa profunda de la
lamentable situación que se vive en la política a nivel mundial.
Hemos
llegado a la conclusión de que no existe una concepción general en la
población de nada que tenga que ver con un bien común. Al no existir
este bien, el político no podrá gobernar para algo inexistente y lo
hará, por tanto, para lo que único que existe, el bien particular, ya
sea el propio o el del partido. Además, al no haber algo común, algo de
todos, un sentimiento compartido, la corrupción no será sino una
consecuencia natural de todo esto pues el que roba, el que se corrompe,
no puede tener una clara conciencia de que está robando, por decirlo
así, a un ente común y existente que seríamos todos pues no concibe –ni
puede concebir– la existencia de algo así. No concibe un ente común por
tanto lo que está robando tampoco sería de nadie en particular; sus
robos quedan en una especie de limbo para él mismo e incluso para los
demás. La falta de un bien común es una de las causas profundas de la
situación. Se deberá fomentar por tanto la “reaparición” de este tipo de
bien, su presencia, su existencia para que la política sea lo que debe
ser, un servicio a los ciudadanos, un servicio al bien compartido, un
servicio a todos y para todos.
Se
nos antoja fundamental pues avanzar hacia un ideal, un lugar en el que
además de pensarse en uno mismo se piense también en el conjunto de toda
la sociedad. Este lugar queda claro que es un lugar en el que todos,
racionalmente, concebiríamos el bien común como algo básico y
fundamental para la política, para la convivencia. El ideal aún podría
ser mayor si a la racionalidad le añadiésemos el sentimiento, es decir,
si además de concebirnos como una entidad colectiva –además de nuestra
entidad individual–, nos sintiéramos de alguna manera conectados al
resto, nos sintiéramos, en definitiva, como un todo.
¿Cómo
podría conseguirse esto? ¿Cómo se podría fomentar aquello que venimos
reivindicando, la concepción en la ciudadanía de un interés compartido,
un bien de todos? Sería necesaria, entre otras muchas cosas que quizás
abordemos en otra ocasión, una planificación en el ámbito educativo en
la que se fomentase la idea, ya desde la infancia, de que existe algo
muy valioso y que nos une a todos, algo que uno debe siempre procurar y
es la defensa del otro –pues de alguna manera forma parte de mí–, la
defensa de un bien que es compartido y que no solo me compete a mí pero
también a mí. Este sería un largo proceso en el que se iría instruyendo a
las futuras generaciones en la defensa de lo colectivo y no solo de lo
individual, defensa que creemos que no se fomenta desde el sector
educativo. Porque educar no debería ser solo la transmisión de
contenidos culturales sino también y sobre todo el fomento de
comportamientos y modos de ser que nos beneficien a todos ya que el ser
humano no vive solo sino en comunidad.
Si
esto es así, la corrupción no es sino un efecto necesario por la
ausencia, en las mentes de las ciudadanos en general, de algo que tenga
que ver con un bien compartido, un bien que nos pertenece a todos y que
somos nosotros mismos. Hemos dicho que la ausencia de este concepto se
debe sobre todo a un sistema capitalista salvaje en el que no cabe la
existencia de algo llamado “bien común” debido a la consolidación del
individualismo exacerbado siendo la característica principal de este el
egoísmo.
El
individualismo, en efecto, se impone y anula en la sociedad cualquier
resquicio de nada que tenga que ver con algo compartido. El egoísmo y la
búsqueda del interés propio es, para los liberales, la premisa que
permite que haya beneficio para la sociedad. Uno no busca el interés
social pero la búsqueda del suyo propio implica que se genere un
beneficio para todos:
Cada
individuo está siempre esforzándose para encontrar la inversión más
beneficiosa para cualquier capital que tenga. Es evidente que lo mueve
su propio beneficio y no el de la sociedad. Sin embargo, la persecución
de su propio interés lo conduce natural, o mejor dicho, necesariamente a
preferir la inversión que resulta más beneficiosa para la sociedad.
[...] una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no
entraba en sus propósitos.1
Así,
el interés social no es buscado y solo se obtiene de forma indirecta no
siendo la solidaridad el valor social supremo sino la búsqueda del puro
beneficio personal. Se deberá fomentar por tanto el egoísmo en la
sociedad ya que este posibilita que haya beneficio para los demás.
Triste modelo social.
Pero
si el egoísmo es la base del sistema capitalista salvaje, si el
individualismo más exacerbado es el motor que genera crecimiento, si se
nos educa en la necesidad de ser altamente competitivos para alcanzar el
éxito siendo la alternativa el quedarse rezagado pero más: si los
depredadores tienen más posibilidades de éxito económico que las
personas solidarias, no debe extrañarnos que, en primer lugar, el
egoísmo esté venciendo a la solidaridad y en segundo, y como
avanzábamos, que la sociedad en general no conciba la existencia de un
bien común, un bien de todos. Con lo cual, si no hay ni la concepción de
vínculos con los demás a nivel teórico ni a nivel emocional, la
corrupción es algo que se deriva de forma necesaria de todo lo dicho.
En
conclusión, será necesario la construcción de un sistema alternativo
que no base su motor en el egoísmo sino en la solidaridad, un sistema en
el que la búsqueda del bien para todos no sea un efecto indirecto de la
búsqueda del bien propio sino un fin en sí mismo, un modelo que no
fomente en los individuos el interés exclusivamente personal sino el
interés por el otro, el interés social, la existencia del bien común.
Será necesaria la construcción, en esencia, de un modelo definitivamente
humano.
Vicente Berenguer